En julio de 1982 llegaron mis padres a visitarme. Pedí permiso para verlos en la laguna de Xiloá, que quedaba cerca de la base. Era un lugar turístico espectacular, con ranchones y bares donde uno podía comer, beber, bañarse. Llegué vestido de uniforme de faena en un jeep Land Rover destartalado, verde olivo, que usábamos para hacer la ronda del café para los que estaban de guardia. Al verme, mi padre se levantó primero y creo que vi una lagrima caer cuando me envolvió en un fuerte abrazo. Allí supe que me había perdonado todas mis fechorías y los malos ratos que les había hecho pasar. Mi madre le pedía que me soltara; yo también quiero darle un beso, decía.
Dice Milan Kundera en su libro La Inmortalidad:
El muchacho de veinte años que se apunta al partido comunista o va con un fusil a la montaña a luchar con la guerrilla está fascinado por su propia imagen de revolucionario, mediante la cual se diferencia de otros, mediante la cual se convierte en sí mismo.
Y eso es lo que mis padres vieron ese día. Yo había cambiado.
Sólo pasé ocho o nueve meses en las tropas, pero fueron suficientes para marcarme. Mi padre, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que había servido en la marina a bordo de destructores, me miraba como que si yo hubiese resucitado. Nunca me había visto en uniforme, pero vio algo en mis ojos que ya conocía. Él nunca me dijo nada de sus experiencias dolorosas durante la guerra y no quería preguntar nada sobre las mías. Los dos teníamos gavetas en la memoria que no había que abrir.
Mi madre, en cambio, era más curiosa. Quería saberlo todo, pero sobre todo quería saber si yo estaba bien. ¿Estás seguro, hijito?, me repetía a cada rato. Allí mismo empezó a fraguarse una complicidad entre nosotros tres que duraría el resto de nuestras vidas. Los tres estábamos allí, apoyando la revolución sandinista, convencidos de que estábamos en el lado correcto de la historia. Y aunque mis padres todavía no estaban seguros de si querían quedarse en Nicaragua, esa reunión los motivó a pensar en dejar su paraíso en Mallorca.
Sergio Ramírez, vicepresidente en ese momento, pero escritor siempre, también hizo lo suyo para convencerlos de quedarse y les asignó una casa donde podían estar el tiempo que quisieran. Mi padre se ofreció como voluntario para trabajar en el Ministerio del Exterior, con el canciller Miguel D’Escoto, traduciendo documentos todas las mañanas; por las tardes, junto con mi madre escribían No me agarran viva, un libro sobre una guerrillera salvadoreña, Eugenia, que acababa de morir en combate.
La lucha en El Salvador era muy parecida a la nica y mi madre, siendo medio nica y medio salvadoreña, estaba en su salsa. Venían los compañeros del FMLN a verla a cada rato, entre ellos Salvador Cayetano Carpio y Ana María, ambos líderes de las FPL de El Salvador. La casa era un hervidero de guerrilleros, escritores y artistas. Claribel, estando tan cerca de su adorada Santa Ana, no podía ir a El Salvador porque su primo hermano, el General Vides Casanova , la había sentenciado. Él era el jefe del Ejército Salvadoreño y responsable de muchos asesinatos atroces, y cuando murió mi abuela le mandó a decir que si iba a El Salvador, no habría uno, sino dos entierros y ningún funeral.
Fue una época muy intensa, de muchos contactos y proyectos, de combates y esperanzas. Durante la debacle de la guerra de las Malvinas, el grupo guerrillero argentino que dio muerte a Somoza en Paraguay, en 1980, había contactado a Julio Cortázar para proponerle que escribiera un libro sobre cómo se había llevado a cabo el operativo. Julio, por razones de salud, dijo que no podía, pero les aconsejó que se pusieran en contacto con mis padres, que estaban en Nicaragua en ese momento. Así fue cómo Gorriarán Merlo, el jefe del operativo, empezó a llegar a la casa. Mis padres accedieron a escribir el libro y entrevistaron a todos los sobrevivientes de la Operación Reptil, como la llamaban ellos.
Los comandos argentinos se habían entrenado con las Fuerzas Especiales Pablo Úbeda, pero todo eso aún era secreto—no querían que se vinculara directamente a la dirigencia sandinista con el asesinato de Somoza. Tenía que parecer que el grupo argentino había actuado por su cuenta. Cuando el libro estuvo listo para imprimirse en 1984, Gorriarán les pidió a mis padres que no lo publicaran porque Raúl Alfonsín acababa de asumir como presidente de Argentina y le estaba ofreciendo una amnistía. Toda esa historia es bastante enredada, y terminó con la Batalla de La Tablada en 1989, una masacre de la que el único que salió con vida fue el propio Gorriarán Merlo. Mis padres, que no conocían toda la historia y como él era una figura tan polémica, no quisieron convertirlo en un héroe y engavetaron el libro. El libro, Somoza: Expediente Cerrado, recién se publicó en 1993 y porque yo insistí, ya que aunque Gorriarán fuera un personaje complicado, lo que pasó con Somoza fue real, y fue importante.
De las Tropas a la Escolta
Un día llegó Tomás a las TPU para darnos una arenga: íbamos a cumplir una misión secreta y peligrosa. Teníamos que dinamitar una pista de aterrizaje de la contra que estaba en la parte hondureña del río Coco. La pista quedaba del otro lado del poblado nicaragüense de San Andrés del Río Coco. Un helicóptero nos iba a dejar en el poblado de Amak, en el rio Bocay, y de allí iríamos en cayucos, es decir unos árboles talados de 30 o 40 pies, hasta el rio Coco. Atravesaríamos de noche, en silencio, remando. Neutralizaríamos a los postas y a los que allí estuvieran, y dinamitaríamos la pista. Al contarlo, el plan era sencillo, rápido y fácil. Pero el río Wangki, o Coco, era un lugar remoto, selvático, donde no había mapas y donde no éramos bienvenidos. Es la frontera entre Honduras y Nicaragua y el lugar ancestral de los miskitos y de los mayangnas. Para ellos, habitantes autóctonos de la zona, no había frontera y se movían a ambos lados del río en plena libertad. Sembraban de un lado y vivían del otro. Las tierras eran comunales y no había propiedad privada. El río era sagrado, el centro de su cosmovisión. Hacía apenas unos meses, a principios de 1982, habíamos realizado un desalojo brutal de la zona durante la operación Navidad Roja. El objetivo era crear una zona de tierra arrasada donde la contra no pudiera encontrar bases sociales de apoyo. Debido a esto, los miskitos en su gran mayoría nos adversaban. Sin embargo, había pugnas ancestrales internas entre miskitos y sumo-mayagnas, y los mayangnas nos apoyaban; contábamos con ellos para llevarnos en los cayucos por los raudales de noche, de otra forma sería imposible.
El hecho es que siempre señalábamos a los Estados Unidos y al imperialismo como nuestros enemigos principales. No nos dábamos cuenta que estábamos en medio de una guerra civil, hermano contra hermano, auspiciada por Estados Unidos, sin duda, pero todos los muertos eran nicaragüenses.
Tomás no nos habló de nada de esto. Había venido para darnos fuerza moral y desearnos éxito.
Al final de su discurso, me mandó a llamar. Yo pensaba que el comandante de la revolución ya se habría olvidado de mí. Hacía casi nueve meses que no lo había visto, y eso había sido una sola vez, cuando yo todavía no sabía bien quién era. Pero él se acordaba perfectamente de mí y eso me sorprendió. Esa es la señal inequívoca de un político con el colmillo amarillo.
Vas a venir a trabajar conmigo, dijo. Vas a ser mi escolta y traductor. Mañana mismo te mando a traer.
Si comandante, respondí, aunque a esas alturas yo no quería. Ya me había hecho a la idea de ser uno de las tropas especiales, pero no podía negarme.
Al día siguiente, mientras veía cómo mis compañeros salían a la misión, yo entregaba mi AK 47 y me vestía de civil para ir a Managua. No nos dijimos adiós ni nada.
En ese combate de San Andrés murieron tres compañeros.
De las Tropas Pablo Úbeda fui a Managua, a la casa de Tomás Borge, en Las Colinas. Éramos varios los de las TPU que trabajábamos en la escolta de Tomás y había una fraternidad entre nosotros, un cierto esnobismo que poco a poco se fue disipando, aunque nunca del todo. Una vez que fuiste tropero, para siempre serás tropero.
La casa de Tomás quedaba frente a un colegio para niños, un CDI o Centro de Desarrollo Infantil. Todo tenía sus siglas – en eso y en mucho imitábamos a los cubanos. Al lado de la casa quedaba un amplio espacio donde estaban nuestras covachas, el parqueo para los vehículos y un lugar techado con una mesa de billar. En ese patio seguí impartiendo clases de karate; también me pusieron a alfabetizar a algunos compañeros que todavía no dominaban la escritura o la lectura.

El jefe de escoltas era el teniente primero Raymundo Flores Genet, quien se cuidaba mucho de mantener a los troperos un poco separados el uno del otro, sin privilegios, para que no se armara una cofradía dentro del grupo. Aunque Raymundo y yo simpatizábamos, no se fiaba mucho de mí por ser extranjero; sabía que en mis días de permiso me codeaba con otros extranjeros, que, según él, eran potenciales agentes enemigos. Al principio me puso como chofer de la casa; hacía los mandados, llevaba a los niños al colegio y a las piñatas. Pero Tomás insistía que me quería tener más cerca.
Las Colinas quedaba en las afueras de Managua. Era una zona residencial durante el régimen de Somoza y ahora se había convertido en una zona donde vivían los comandantes, gente del partido, y donde estaban ubicadas las embajadas y el personal diplomático amigo. Para nada una zona popular, allí estaban las mejores casas con los patios más grandes, era aburrida y triste. Tomás no quería estar allí. Él decía que tenía que estar más cerca del pueblo y empezó a construir una casa grande, un complejo habitacional, en Bello Horizonte, en los barrios orientales de Managua, los barrios populares por antonomasia. Nosotros estábamos divididos en dos grupos. Los escoltas, que íbamos de arriba para abajo con Tomás, y los de guarnición, que cuidaban el complejo. A los dos grupos nos tocaba ir a trabajar al lugar donde sería la nueva casa de Tomás. Así que le hacíamos a la construcción y a la albañilería también, un poco como en las TPU: No éramos como los agentes del servicio secreto estadounidense; no teníamos auriculares tras las orejas ni gafas oscuras ni trajes negros. Más bien teníamos callos en las manos e íbamos de uniforme.
Un día Tomás me mandó a llamar. ¿Tenés novia?, preguntó.
Le respondí que sí, pero en Inglaterra. Se llama Judy, dije. Allí nomás Tomás le dio la orden a Marcelo que la mandaran a traer a Nicaragua.
Judy, poco después de graduarse de la universidad, se encontró con un boleto de avión a Nicaragua para visitarme. De nuevo me cambió la vida. Ya no me tenía que quedar en cuartitos alquilados en los hospedajes del barrio Martha Quesada o posando donde amigos en mis días de permiso. Me iban a aumentar el salario para que pudiera alquilar una casita con Judy y, si le gustaba Nicaragua, le encontrarían un trabajo. Las cosas que se arreglan tan fácil desde el poder.
Así fue que Judy y yo nos volvimos a juntar.
Gracias Erick !!! Un abrazo fraterno !!! Un relato que mueve recuerdos y me hace pensar en las conversaciones con la toña en la mano.