El monasterio japonés, como todos los monasterios budistas, era muy sencillo y de buen gusto. Todo era de madera y papel. Un jardín de rocas en el centro y un riachuelo que cruzaba el templo. El único ruido que se oía era el borboteo del agua y el sonido de un cuenco de madera se llenaba con agua del riachuelo, se vaciaba, chocaba contra un poste de cedro emitiendo un sonido puro, sereno y perpetuo.
Después del saludo en silencio con el monje que nos recibió en la entrada, fuimos a ver al Rōshi, el viejo sabio, maestro del templo, el iluminado, el que ya había alcanzado satori; el maestro de mi maestro.
Era un hombre viejo de edad indefinida. Sus movimientos eran precisos, fluidos. Su cara no tenía más expresividad que la que emanaba de sus ojos y pude percibir una sonrisa fugaz cuando saludó a su antiguo discípulo.
Las palabras intercambiadas entre el Rōshi y mi maestro fueron pocas, en voz baja, como si no quisieran romper el manto de silencio que cubría el templo.
Mi japonés no era tan bueno que se diga, pero logré entender cuando Suzuki le pidió al Rōshi que por favor me aceptara en el templo por unas semanas. Creo haber entendido que yo era un estudiante inquieto que quería aprender Zen. El Rōshi dijo No. Es la semana de Sesshin, la semana de silencio y meditación, la semana más dura del año. Suzuki le dijo que no importaba, que por favor me aceptara. Yo, en mi fuero interno estaba del lado del Rōshi; no quería estar allí, quería estar en Akasaka, en algún bar. Mis ansias de aprender Zen ya habían pasado hacía mucho tiempo.
Casi se me paraliza el corazón cuando el Rōshi aceptó y vi que a mi maestro se le iluminó el rostro. Sin más, el Rōshi se despidió de Suzuki y ni siquiera me volvió a ver. Suzuki me dio explicaciones furtivas y apresuradas en voz baja: No debes hablar, me dijo, es la semana de silencio. Vas a meditar mucho y espero que seas más disciplinado que en el Dojo. No me hagas quedar mal. Te veré en Londres, dijo, y se fue.
El monje con la cabeza rapada y una túnica negra que nos había recibido, me llevó a la habitación de los huéspedes y me dio una túnica igual a la suya sin decir una sola palabra. Me entrego tres cuencos lacados negro y rojo que cabían uno dentro del otro, unos palillos y una servilleta blanca. Se quedó allí parado hasta que me cambiara y pusiera la túnica. Me me indicó que dejara los utensilios de comer sobre mi tatami y lo siguiera.
Descalzo, recorrí los pasillos del templo, siguiendo esa cabeza-bombilla, hasta que llegamos al lugar donde se meditaba. Un galpón con suelo de madera pulida, un techo, y paredes de papel. El monje me señaló que entrara.
Dentro del lugar de meditación vi doce monjes sentados en posición de loto, uno frente a otro, como estatuas. Nadie se dio cuenta de mi intrusión, pensé, y me senté al lado del que estaba más cercano.
Me acomodé en la posición del loto, puse mis manos sobre las rodillas, los dedos índice tocando los pulgares, y entrecerré los ojos; estaba en la posición del círculo perfecto, no se escapaba ni un ápice de energía; me tenía que concentrar en la respiración y no pensar en nada; ahora lo único que veía era un pedazo de suelo de madera pulida y ocasionalmente los pies de un monje que se paseaba por el recinto, con un enorme bastón de bambú.
Nunca había estado sentado en esa posición por más de diez minutos. Una de mis rodillas no tocaba el suelo y me empezó a doler. Me moví imperceptiblemente para acomodarme mejor y disipar el dolor, cuando veo que los pies se paran frente a mí.
El monje con el palo alzado por encima de su cabeza está allí, como si me quisiera cortar en dos. Me hace una seña: ¡pon tu mano sobre tu hombro! Lo hago. De repente siento tres bastonazos sobre mi hombro derecho. Lo vuelvo a mirar y me señala que cambie. Tres bastonazos más en el otro hombro. ¿Cuál fue mi pecado? ¿Moverme? ¿Mirarlo a la cara? Me quedé quieto con los ojos entreabiertos, fijos en un lugar en el piso de madera. De alguna forma supe que tenía que hacerle una reverencia y seguir meditando. Los bastonazos no dolieron tanto, fueron más bien un alivio del dolor en la rodilla que era cada vez más insoportable.
Después de lo que me pareció una eternidad, sonó un gong.
Abrí los ojos y vi que todos los monjes se ponían de pie; yo lo intenté, pero mis piernas estaban adormecidas y casi no podía moverme. Todos parecían tener sus miradas clavadas en mi, esperando algo. Me incorporé torpemente como un viejito y empezamos a caminar en círculos por tres minutos. Que delicia poder mover las piernas y caminar un rato... Otra vez el gong y cada monje estaba exactamente en el lugar dónde había estado sentado antes. Otra vez la posición del loto por 45 minutos más. Otra vez al calvario.
Por fin sonó el gong de nuevo, pero esta vez todos salimos en fila del recinto hacia el templo. Recogimos nuestros boles lacados y nos dirigimos al comedor, un cuarto austero con tres mesas muy bajas colocadas en forma de herradura en el centro. Todos se sentaron en sus lugares y, como nadie parecía darse cuenta de mi existencia, me senté en uno se los extremos. Nadie se movió durante mucho tiempo. Pensé que quizá le estaba usurpando el lugar a alguien, pero por fin nos sentamos.
El monje que estaba a mi izquierda se levantó, se dirigió a una mesa que estaba contra una de las paredes, agarró una olla llena de arroz blanco y empezó a servirnos. Los monjes hacían señales raras con las manos para indicar que ya tenían suficiente arroz. Como no sabía nada de sus costumbres, me quedé con el guacal entre las manos y el monje me servía arroz, y más arroz, y todavía más arroz, hasta que el guacal estaba repleto. Me lanzó una mirada furibunda hasta que bajé el guacal.
Lo mismo pasó con la sopa y con los vegetales. En el templo había que comer para vivir, no vivir para comer. Mis tres guacales estaban llenos a rebosar mientras que los demás monjes tenían apenas un poquito de cada cosa. Como el arroz era recién cocido, la costumbre era agarrar unos cuantos granos con los palillos, darle unas tres vueltas encima del vapor de arroz del bol y ponerlos en la mesa como ofrenda a los espíritus. Eso me lo explicaron más tarde. Mientras yo los imitaba lo mejor que podía sin saber qué significaba todo aquello.
Empecé a arremeterle a la comida con apetito y cuando fui a probar la papa hervida, se me escapó de los palillos y fue a aterrizar en medio de las mesas. En ese silencio celestial el ruido de la papa chocando contra el suelo de madera pareció como un disparo de cañón. Todos me miraron a la vez y comprendí que tenía que levantarme, recogerla y comérmela.
El almuerzo duró cinco minutos. Yo todavía estaba comiendo cuando los demás ya estaban limpiando sus guacales con la servilleta, no habían dejado ni un grano de arroz y mis guacales todavía estaban a la mitad. Me apresuré, sabiendo que todos me estaban esperando y que me tenía que comer todo, todito, hasta el último grano de arroz, a punta de palillos. Fue un verdadero desastre y dejé arroz regado por todas partes, como un bebé.
Aprendí también que los boles no se lavaban con agua después, sino que allí mismo se limpiaban. Había que dejar una rodaja de rábano en el bol de las legumbres, dejar un poco de sopa en el bol de la sopa y nada en el bol para el arroz. Se pone la sopa en el bol del arroz, el más grande, y con el rábano se limpia ese cuenco. El líquido se vierte en el secundo cuenco, el de la sopa, se limpia con el rábano y se vierte todo en el tercero, el de los vegetales. Se limpia ese bol de la misma forma y al final uno se bebe el líquido y se come el rábano, dejando los tres cuencos limpios que luego se secan con la servilleta blanca que no tiene porqué ensuciarse jamás y los cuencos se colocan uno dentro del otro, los palillos encima, se cubre todo con la servilleta y listo. Sencillo y práctico.
Después, a caminar por el jardín de rocas y arena por media hora y otra vez al martirio de la meditación.
Ya no aguantaba. Tenía ganas de llorar del dolor cuando por fin, con la caída del sol sonó el último gong.
Nos bañamos, cenamos frugalmente y a dormir el sueño de los justos.
Me dormí en seguida y me pareció no haberlo hecho cuando me despertaron. Aún estaba oscuro, ni siquiera los pájaros cantaban.
La tarea matutina era limpiar el monasterio. A mi me tocaron los pasillos exteriores. Con un trapo grande en las manos, a cuatro patas, corrí de un extremo al otro de cada pasillo hasta que el suelo de madera negra brillaba y podía ver mi rostro reflejado en él. Después venía una hora de sutras. En el crepúsculo, solo se oía la voz monótona de los monjes recitando el sutra del corazón de loto y yo trataba de imitarlos auxiliado por un librito escrito en chino clásico. Muy pocos entienden su significado porque es un sutra que viene de la India, escrito en sánscrito y adaptado a los fonogramas más próximos del chino clásico, cuyos ideogramas tratan de reproducir los sonidos del sánscrito, pero también transmiten conceptos y el significado de los conceptos chinos con la fonética hindú, pues nada que ver. Misterio sobre misterio y yo no entendía nada de nada.
Después del Sutra salimos al jardín. Allí me di cuenta que todos estos monjes eran expertos en diferentes artes marciales. Unos eran maestros en Aikido, otros en Judo, otros en Kendo y otros en Karate. Me quedé maravillado, me parecía estar viviendo la telenovela de Kung Fu, y yo era el pequeño saltamontes. Me limité a hacer abdominales y planchas para no ponerme en vergüenza. Más tarde supe que el más “nuevo” en ese monasterio era un sexto dan de Kendo y “apenas” tenía seis años de estar en el templo.
Ahora empezaba lo interesante, pensé, feliz de no tener que meditar. Pero resultó fugaz mi alegría.
Después de los ejercicios, que cada uno hacía por su cuenta, nos tocaba practicar caligrafía, también de rodillas en el suelo. Cada quién tenía unas cuantas hojas de periódico, un balde lleno de tinta y una gran brocha gruesa delante de sí. Lo primero que había que hacer era concentrarse, asumir la posición zazen y respirar hasta lograr la armonía con el universo. Con gestos muy majestuosos, fuertes y seguros, los monjes metían la brocha dentro del balde de tinta y trazaban una línea desde el extremo inferior izquierdo del periódico hasta el extremo superior derecho significando la unidad entre la tierra y el cielo, entre el Yin y el Yang, entre lo masculino y lo femenino; la dialéctica, verso y anverso, ser y no ser.
Una vez logrado esto, había que imitar un poema que el Rōshi nos había puesto de ejercicio con un sólo trazo, sin titubear, sin errores. El poema sólo valía si tenía espíritu, sólo valía si tenía fuerza, solo era bueno si se aproximaba al inconsciente.
Luego de una hora de caligrafía, nos tocaba el desayuno; seguido por el calvario de la meditación, almuerzo, meditación, cena, y por fin, a dormir.
Así pasé varios días. El peor fue el tercero, cuando ya no aguantaba el dolor en las articulaciones de las rodillas y maldecía a mi maestro por la emboscada. Cuando creía estar preparado para el desafío, me negó la oportunidad; cuando ya no la quise, me la impuso. Quizás esa sea la esencia del Zen.
O como dice el Tao:
Quien nada desea, percibe todo
Quien todo quiere, solo ve los limites